Manifestante anónimo y voto secreto

La propuesta que están estudiando la policía y el gobierno de convertir en delito manifestarse con la cara tapada no es simplemente una reedición de las prohibiciones de embozarse  de los tiempos de Esquilache.

Al igual que en 1766, la idea parece tener sentido. Los manifestantes de hoy, ejerciendo un derecho de ciudadanía, no deberían sentir ningún miedo a aparecer en público, ser vistos, ser reconocidos. ¿Y si no fuera así?

Pensemos en el voto secreto. En un país de larga tradición electoral como era la Gran Bretaña del siglo XIX, se votaba en público. El elector entraba en el colegio, decía su nombre en alto, la mesa comprobaba que estaba registrado y ésté proclamaba en voz alta a quién elegía. Muchas veces la declaración de voto se producía entre las ovaciones o el abucheo de una multitud congregada, a menudo compuesta de personas sin derecho al sufragio, pero que de esa manera también participaban en el proceso.

Tras la reforma electoral de 1832, que ordenó y amplió el derecho de voto, sólo uno de cada seis varones adultos británicos cumplía los requisitos censitarios para ser elector. La mayoría seguía excluida del voto y los grupos más activistas organizaron un amplio movimiento político a favor de la democracia, es decir, del sufragio universal (masculino): el cartismo. Su nombre venía de la Carta del Pueblo de 1838, el manifiesto en el que presentaban sus reivindicaciones y que se convertiría en el manifiesto clásico de los movimientos democráticos. Llamativamente, entre los seis puntos del manifiesto se encontraba el del «voto secreto»: acabar con la declaración pública de la elección individual. ¿Qué significaba esto?

Para la élite política británica, hacer secreto el voto era convertirlo en vergonzante: un ciudadano no debería tener ningún reparo en expresar sus preferencias políticas ni argumentar las razones de las mismas. Pero los artesanos y trabajadores que se movilizaban por la democracia veían la sociedad de otra manera. Gran Bretaña se urbanizaba e industrializaba a ojos vista, al tiempo que crecía exponencialmente la población. Los «cartistas» sabían que muchos hombres de pocos medios, para los que reclamaban el derecho de voto, no eran económicamente autónomos. Dependían de sus empleadores, de sus caseros, de la gente poderosa. No podían hacer públicas sus preferencias o intereses sin arriesgarse a que las élites les cortaran sus medios de vida.

Igualmente, en contextos de lucha política polarizada, comunidades divididas y amenaza de violencia –como en zonas del País Vasco español durante toda la democracia-  la existencia de cabinas de voto que garanticen el secreto del sufragio es un requisito fundamental para que la participación sea libre.

Lo mismo sucede con el derecho de manifestación. En una sociedad de desiguales, de conflictos, de incomprensiones, en las que la democracia es el mecanismo para arbitrar entre las diferencias, el anonimato es un recurso muchas veces necesario. Los encapuchados violentos son una minoría en las manifestaciones. Las manifestaciones con encapuchados violentos son una minoría entre todos los actos reivindicativos que se producen. Prohibir acudir embozado a una manifestación: con una careta, con una máscara de enfermero, con la cara pintada hasta hacerla irreconocible, significa limitar la posibilidad de que, en contextos marcados por el miedo a un grupo violento, las represalias de un jefe, o la incomprensión de un entorno hostil, los españoles y las españolas ejerzan en libertad sus derechos.

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